Puig posa

Puig posa

lunes, 22 de noviembre de 2010

martes, 16 de noviembre de 2010

El actor como escenario


Alejandro Catalán 
dedicado a Los Melli

Desde hace una década el teatro producido en Argentina, sobre todo en Buenos Aires, ha alcanzado presencia internacional y los creadores que se han dado a conocer fueron reunidos como un fenómeno al que se llama “teatro argentino”. Pero más allá del sentido como gentilicio, creo que hay una cualidad artística que define al conjunto. Es una condición práctica, de la que goza de manera única y excepcional la creación escénica de Buenos Aires: el “imaginario actoral”. ¿De qué estamos hablando?
Varios años antes de que comenzara a hablarse de un “teatro argentino”, se produjo en la ciudad un acontecimiento llamado under, que presentó un nuevo actor. La nueva capacidad actoral trastocó notablemente la práctica escénica, al punto que dirigir o escribir teatro disponiendo de esta capacidad, permitiría reactualizar las prácticas escénicas conocidas. Es decir, que el “imaginario actoral” habilitará un trabajo escénico con y desde estos actores, que hará posibles procedimientos y lenguajes insospechados desde los imaginarios heredados del dramaturgo y el director. Pero paralelamente a esta apropiación, que las prácticas heredadas hacen de la nueva capacidad escénica, se abre la posibilidad de comenzar a crear desde condiciones prácticas que permitan a este “imaginario actoral” manifestar la especificidad de su potencia. Asumir esta posibilidad se traduce en un recorrido práctico y de pensamiento que la comprende, depura, potencia y despliega. Desde ese recorrido es posible y necesario este texto.
[...]
LA INVENCION DE LA ACTUACIÓN Y LA EXPECTACIÓN 
Partimos del conocimiento de que allí no hay nada de lo que usualmente garantiza el sentido del gesto y vínculo escénico. Sólo hay un cuerpo frente al público. Pero ese cuerpo no queda desvalido, impotente o caotizado. Es el cuerpo de un gesto actoral que, si se ha deshecho de los sostenes que históricamente lo asisten, es porque ha descubierto un tipo de acontecimiento escénico propiamente corporal y autónomo.
El actor no entra a un “espacio vacío” donde los acontecimientos van a ser representados; su cuerpo es el espacio donde se producen los acontecimientos. Digamos --sin que se entienda como metáfora-- que el actor no entra al escenario sino que es el escenario. Desde el escenario de su cuerpo acontece la acción escénica. De manera más radical: en la ausencia de referencias previas, este actor no está en el teatro sino que constituye teatro desde sí. Su cuerpo habla, gesticula, se emociona, se mueve, pero ninguno de estos “posibles corporales” están técnica, formal o referencialmente organizados.
Los “posibles corporales” ahora son los materiales y herramientas con los que este actor cuenta para hacer un relato escénico que irá segregando el acontecer de su cuerpo. Desde estos “posibles corporales” el actor será capaz de inventar una dinámica singular de producción, organización y administración del acontecer escénico, que es una “poética actoral”, nada más ni nada menos que la invención de una actuación intransferible de ese cuerpo. A partir del under la actuación deja de ser un modelo que los cuerpos deben aprender, para ser un gesto que cada cuerpo puede inventar.
Y la invención es inherente a la configuración del vínculo con el espectador. Porque esta poética logra la autorganización del despliegue actoral si logra la autorganización del vínculo con el espectador. Si --como dijimos-- el gesto del actor no exhibe una pre-configuración técnica ni formal, y su despliegue no se desarrolla y organiza respecto de algún referente, estamos en consecuencia, ante un espectador que es convocado sin apelar a los parámetros y valores que habitualmente lo constituyen como tal.
Si el gesto actoral ha desalojado las intermediaciones y tercerizaciones, quedan sin uso las condiciones de recepción en las que históricamente se organizaba la expectación. A la vez, cuando el actor inventa la dinámica que organiza su actuación, organiza también la recepción de su espectador. Es por esto que la autorganización de la actuación se juega en la posibilidad de configurar el vínculo. El espectador es el otro término de la autorganización, la perspectiva ante la que esa autonomía puede ser tal, ya que será ante y para la recepción de sus ojos y oídos, que irán naciendo y teniendo o no eficacia, los acontecimientos que producen y encadenan ese cuerpo. La consistencia del vínculo se produce al compartir un juego que se aprende en el mismo momento que se despliega, desde las condiciones dinámicas propias del cuerpo que las ejerce. 
INMANENCIA E INDETERMINACIÓN
El actor no se sostiene u organiza en relación a los objetos, referencias o lógicas que determinan o pre-estructuran su funcionamiento. No es “intérprete”. 
La “interpretación” es el dispositivo actoral heredado de las vanguardias del siglo XX. En ella el gesto actoral (y teatral) depende, por un lado, de la estructuración de una “forma escénica” que pre-configura la lógica de ese gesto, y por otro, de la relación con un objeto de escenificación que da sentido al gesto.
El actor “intérprete” tiene un cuerpo forjado, con o sin técnica, en una dinámica compatible con la lógica que totaliza la “forma escénica” de la que participa. Esto no desmerece las potencias actorales, que puedan haber sido reveladas y afirmadas en la lógica de la forma que los solicita, (las técnicas de actuación del siglo XX son desarrolladas en “formas escénicas” que apuestan a la potencia actoral y se ocupan de capacitarla en ello). Aun en el extremo del despliegue, lucimiento técnico, y responsabilidad creadora durante el proceso de elaboración, el “intérprete”, sí o sí, funciona determinado dinámicamente en su campo operacional, y montado en una lógica productora de relato escénico que lo trasciende.
[...]
No hablaremos aquí de la crisis de la representación en el teatro pero sí diremos que en el teatro contemporáneo aparece una dinámica que predomina en este desfondamiento. Y es una nueva operatoria sin objeto ni intérprete ni racionalismo escénico. Por ello, el contexto donde interviene el pensamiento del “imaginario actoral” no es aquel donde dominaba la “interpretación” (en la vigencia del objeto se presentaba una “interpretación” que rompía con otra “interpretación”), sino que, actualmente hay otra actuación que la ha sucedido sin cambiarse el nombre y que aquí llamaremos tentativamente “efecto”. 
El actor “efecto” es el de una dinámica de producción contemporánea, que llamaremos “mediática”. Contra la precedente, esta dinámica tiene un “pensamiento sensorial” que trabaja partiendo del estímulo de la visión y la audición, desde una dinámica de “impacto”. El “impacto” es la cualidad que se supone en todo lo que adquiere presencia escénica, incluyendo al actor. La dinámica escénica de este discurso es la de la sucesión de efectos que impactan de diferente manera, “secuenciados” por variación de intensidades y alguna relación rítmica, para lograr la provocación y el sostenimiento de la atención. La sucesión de efectos cuenta con un tema --que a diferencia del objeto-- no estructura sino que funciona como excusa y conexión para el despliegue escénico. La utilización del cuerpo en esta lógica tiene tres posibilidades combinables:
La apelación a lo que los cuerpos tienen de impactante en su objetividad o en su “realidad” (desnudos, discapacitados, gordos, flacos, viejos, niños) al punto que se hace preferible en ocasiones que ni siquiera sean actores pues, desde la perspectiva de esta dinámica, son notables y molestos los rastros formales de la interpretación.
Vinculada con esta evitación de lo formal, la segunda posibilidad es una actuación “deshistrionizada”, un ascetismo expresivo que impacta por “real” y funciona como “vehiculizadora” de efectos en el texto, la estructura dramática, la puesta, o en el cuerpo mismo.
La tercera es la actuación paródica con la que se busca impactar por complicidad en la mención de referencias sociales, culturales y mediáticas. 
En el cambio de época se pasa de la “forma” --cuyo sistema de objetos estructuran y unifican lógicamente el funcionamiento de la actividad escénica respecto a la cual la “interpretación” es su encarnación física-- al contemporáneo “impacto” en el que las diferentes fuentes de actividad escénica deben tener efecto eficaz por sí mismas, con ciertas excusas y conexiones que unifican y dan sucesión a un eclecticismo de base. En ese contexto, el actor --que cuando era intérprete tenía claridad sobre las condiciones (en ocasiones coercitivas) de su participación escénica-- ahora parte de una fundamental desorientación operacional, compartida con el director, que resolverá inventándose su manera de impactar en el público. Y en la mayoría de los casos, cronificándose en esa manera.
El “imaginario actoral” plantea una relación de los actores con su propio cuerpo, y de los espectadores con el cuerpo de los actores, por la que cae tanto el “pensamiento racional” como el “mediático”. En el vínculo actor-espectador se afirma la sensorialidad como habilitadora de un “pensamiento perceptivo”. El “pensamiento perceptivo” sería entonces aquel que --como dijimos antes-- desde la “inmanencia indeterminada” en la que se afirma el carácter decisivo del gesto actoral --agregaremos-- inventa con lo que se ve y escucha una dinámica que lo compone.
El pensamiento perceptivo pone a jugar en la situación de creación escénica, la capacidad, lucidez y eficacia del actor para componer, con y desde lo perceptible para sí mismo y para el espectador, la dinámica con la que su cuerpo genera materia y relato escénico, es decir, ficción.
A diferencia del “intérprete” --para el que la significación y la lógica operacional y narrativa pre-estructuraban racionalmente su trabajo-- y del actor “efecto” --que al no tener parámetros de organización consistentes, limita su eficacia a lograr algún tipo de impacto-- el actor habilitado al “pensamiento perceptivo” inventa la dinámica singular e intransferible con la que produce actuación y configura a su espectador. Actor y espectador piensan perceptivamente en la composición de los elementos que comparten y que ninguna racionalidad o provocación organizan. Actor y espectador piensan con los “posibles corporales”--históricamente organizados técnica y formalmente, y actualmente negados o arrojados a una eficacia efectista-- que son, a partir del under, afirmativamente puestos ante la percepción del propio actor y su espectador, y asumidos como los órganos de pensamiento escénico.
http://alecatalan.blogspot.com/2007/07/httpwww.html

domingo, 14 de noviembre de 2010

Cuartito Azul: enero 2010

Cuartito Azul: enero 2010

Entradas sobre melodrama y Puig en el blog de Cuartito Azul

MARIA FELIX DOÑA DIABLA

Las mujeres fuertes del cine en blanco y negro

Archivo digital Manuel Puig — Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación - Universidad Nacional de La Plata

Archivo digital Manuel Puig — Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación - Universidad Nacional de La Plata

Una mirada sobre Manuel Puig

Una mirada sobre Manuel Puig

otro blog sobre nuestro autor

Manuel Puig: Una aproximación biográfica . www.manuelpuig.com

Manuel Puig: Una aproximación biográfica . www.manuelpuig.com

Cosas varias

index
Biografía multimedia de Puig

Alan Pauls habla sobre Manuel Puig - Bazar TV

Entrevista a Fondo - Manuel Puig parte 1 de 5

Sitios para visitar

Boquitas Pintadas en comic



http://sololiteratura.com/puig/puigdisparensobre.htm

Manuel Puig y la magia del relato


por Ricardo Piglia


Una rosa es una rosa. La apoteosis de Manuel Puig es el film de Woody Allen La rosa púrpura del Cairo que es, por supuesto, un homenaje explícito al mundo del narrador argentino. Esa muchacha sencilla y mal casada, especie de Madame Bovary fascinada por el cine, es una heroína típica de Puig. Y la historia parece sacada de sus novelas (si bien Puig es mucho más sutil y alusivo). El cine plagia el mundo de quien supo encontrar en el cine el modelo mismo de su imaginario.
La educación sentimental. El gran tema de Puig es el bovarismo. El modo en que la cultura de masas educa los sentimientos. El cine, el folletín, el radioteatro, la novela rosa, el psicoanálisis: esa trama de emociones extremas, de identidades ambiguas, de enigmas y secretos dramáticos, de relaciones de parentesco exasperadas sirve de molde a la experiencia y define los objetos de deseo. Puig ha sabido aprovechar las formas narrativas implícitas en ese saber estereotipado y difuso.
Modos de narrar. Puig ha sabido encontrar técnicas narrativas en zonas tradicionalmente ajenas a la literatura: las revistas de modas, la confesión religiosa, las necrológicas se convierten en modos de narrar que permiten renovar Las formas de la novela. Al mismo tiempo manejó siempre los procedimientos más intensos del relato (el suspenso, el escamoteo de las identidades, las revelaciones sorpresivas, las omisiones y las implicancias oblicuas, el desenlace sorpresivo y brutal) e hizo ver que el interés narrativo no es contradictorio con las técnicas experimentales. El collage, la mezcla, la combinación de voces y de registros que rompen con los estereotipos de la novela tradicional se convierten también en un elemento clave del suspenso narrativo.
Después de la vanguardia. Puig fue más allá de la vanguardia; demostró que la renovación técnica y la experimentación no son contradictorias con las formas populares. Comprendió de entrada qué era lo importante en Joyce. "Yo lo que tomé conscientemente de Joyce es esto: hojeé un poco Ulises y vi que era un libro compuesto con técnicas diferentes. Basta. Eso me gustó." Por supuesto, ésa es toda la lección de Joyce, multiplicidad de técnicas y de voces, ruptura del orden lineal, atomización del narrador. Un escritor no tiene estilo personal. Escribe en todos los estilos, trabaja todos los registros y los tonos de la lengua.
Los siete libros. Todo Puig está en su primera novela. La traición de Rita Hayworth es su obra máxima y una de las grandes novelas de la literatura argentina. En ese libro Puig encuentra, a la vez, un mundo narrativo y una técnica. Define lo que podemos llamar "el efecto Puig": esa marca que lo hace inimitable (pero fácil de plagiar) y lo distingue en la literatura contemporánea. Con Boquitas pintadas logra un espectacular éxito de público, conquista el mercado internacional y se convierte, de hecho, en el primer novelista profesional de la literatura argentina.
Policíasy criticos. Los efectos contradictorios de ese éxito están narrados en The Buenos Aires affaire , que es una versión cifrada de las luchas y la competencia que definen el ambiente literario. La novela debe ser leída en la rica tradición de relatos sobre artistas y escritores que existen en nuestra literatura (desde El mal metafisico o Adán Buenosayres a "El aleph", "El perseguidor", "Escritor fracasado" o Aventuras de un novelista atonal). Puig convierte en novela policial la historia de un artista perseguido por un crítico asesino. La pintora que trabaja con restos y desechos que recoge en la basura es una transposición transparente del arte narrativo de Puig, construido con formas y materiales "degradados" y populares. Esa versión paranoica y sagaz del mundo literario argentino (con sus alusiones a "Primera plana" y a la lucha por el prestigio y el reconocimiento) es al mismo tiempo una venganza y una despedida: ese mismo año Puig abandona la Argentina.

La verdad y la ficción. En sus cuatro novelas siguientes la voluntad documental e hiperrealista de Puig se resuelve con una innovación técnica que lo coloca en la mejor dirección experimental de la narrativa contemporánea. Puig comienza a usar el grabador y la transcripción de una voz y de una historia verdadera a la que somete a un complejo proceso de ficcionalización. Valentín Arregui en El beso de la mujer araña ; Pozzi en Pubis angelical ; Larry en Maldición eterna a quien lea estas páginas . Son personajes y vidas reales a las que Puig contrapone una voz ficcional que dialoga y las enfrenta: Molina, el preso homosexual en El beso; Ana, la muchacha que se muere de cáncer en Pubis; el viejo enfermo y paralítico en Maldición. Ese contraste (exasperado hasta el límite en la magnífica Maldición eterna, la mejor novela de Puig desde La traición) crea un extraño desplazamiento: Puig ficcionaliza lo testimonial y borra sus huellas.
Un crimen. El crimen que se narra en Boquitas pintadas condensa bien el mundo narrativo de Puig. En esa muerte y en el desplazamiento de las culpas se tejen, más nítidamente que en toda la novela, las relaciones jerárquicas que sustentan la intriga y los elementos melodramáticos que acompañan un mundo de rígidas diferencias sociales. La malvada de buena familia, la sirvienta engañada, el cabecita negra, la niña bien, la madre soltera, el policía ambicioso: las figuras del folletín están en primer plano, aunque el crimen no ocupe el centro de la novela. Se ve por otro lado allí un aspecto de Boquitas que a menudo ha estado disimulado por la lectura "paródica" del texto: las relaciones de violencia y engaño que definen la trama social y que Puig ha ido poniendo cada vez más en la superficie de su mundo narrativo.



Extraído del libro "LA Argentina en pedazos" de Ricardo Piglia © 1993 Ediciones La Urraca

Las listas de Puig

"Metro Goldwyn Mayer Presenta

a Sus Estrellas Favoritas



1) Norma Shearer (Borges) ¡Tan refinada!

2) Joan Crawford (Carpentier) ¡Tan fiera y esquinada!

3) Greta Garbo (Asturias) ¡Todo lo que tienen en común es ese Nobel!

4) Jeanette MacDonald (Marechal) ¡Tan lírica y aburrida!

5) Luise Rainer (Onetti) ¡Tan, tan triste!

6) Hedy Lamarr (Cortázar) Bella pero fría y remota.

7) Greer Garson (Rulfo) ¡Oh qué cálida!

8) Lana Turner (Lezama) Tiene rizos por todas partes.

9) Vivien Leigh (Sábato) Temperamental y enferma, enferma.

10) Ava Gardner (Fuentes) El glamour la rodea, pero ¿puede actuar?

11) Esther Williams (Vargas Llosa) Tan disciplinada (y aburrida).

12) Deborah Kerr (Donoso) Nunca consiguió un Oscar pero espera, espera.

13) Liz Taylor (García Márquez) Bella pero con las patas cortas.

14) Kay Kendall (Cabrera Infante) Vivaz, ingeniosa y con glamour. Espero grandes cosas de ella.

15) Vanessa Redgrave (Sarduy) ¡Es divina!

16) Julie Christie (Puig) Una gran actriz pero al encontrar el hombre de sus sueños (Warren Beatty) no actúa más. Su suerte en el amor ¡es la envidia de todas las estrellas de la Metro!

17) Connie Francis (Néstor Sánchez) Los contratos de la Metro no admiten a estrellitas de menos de treinta años firmar contratos.

18) Paula Prentiss (Gustavo Sainz) ¡No más estrellitas de menos de treinta!!!"

Estas listas maliciosas pero no malvadas, con sus valoraciones y apariciones hicieron resaltar al gran crítico literario que siempre fue Manuel. Esta excelente biografía, por su parte, contraria al dictum de Wilde, hace entrar a Manuel Puig en la historia y, aún con mayor validez, en la historia de la literatura.


Copyright Guillermo Cabrera Infante y
 Clarín, 2001

Lo que opinaba "la Vargas LLosa"

La obra de Puig, que consiste en ocho novelas, es una de las más originales de los últimos años del siglo XX. Su originalidad no reside en los temas, el estilo o, incluso, la estructura de su narrativa, aunque estos muchas veces ponen de manifiesto una habilidad soberbia y una inteligencia sutil, sino en los materiales que utilizó para crearlos, los tipos y estereotipos de la cultura popular: romances baratos, radioteatros y teleteatros, el melodrama feroz de los boleros, los tangos y las rancheras, las columnas de chismes, los escándalos publicados por la prensa sensacionalista y, sobre todo, la seudo-realidad creada por las situaciones, los personajes y los sueños de las películas. Todo esto fue retratado anteriormente en la literatura, de mil maneras diferentes, pero siempre como un elemento más en una compleja realidad humana. La innovación en la obra de Puig es que la versión artificial y caricaturizada de la vida elimina y reemplaza la otra dimensión y se convierte en la única verdad. Es esto lo que le transmite a sus novelas su ambientación particular; aunque la visión de Puig se basa en una de las experiencias humanas más comunes —el vuelo del mundo real a un mundo de sueños utilizando todas las formas de la imaginación—, parece distante, adornada, irreal. Sin embargo, sus argumentos intrincados y sus juegos confusos respiran un aire de humanidad que padece.

La explicación es simple: como deja en claro la biografía de Levine, Puig aprendió de chico que los seres humanos habían diseñado un método para escapar, por un tiempo, de la crueldad y la miseria de este mundo y él sistemáticamente se apropió de la ficción hasta transformarla en su modo de vida. No la ficción de los libros, sino las películas que iba a ver todos los días con su madre, Malé, la figura más importante en su vida, a los cines de General Villegas. Las películas abrían las puertas de la irrealidad frente a sus ojos; poco a poco, convirtió ese refugio en su residencia privada, casi permanente, un lugar donde podía sentirse protegido y ser él mismo, a salvo de cualquier peligro que él eligiera no enfrentar, rodeado sólo por estas estrellas de cine sublimes, incitantes, excitantes. Su presencia lo enriquecía y compensaba una realidad sórdida.

Para todo chico sensible, la vida real tiende a ser una experiencia dura, especialmente en una pequeña ciudad latinoamericana saturada de machismo y prejuicios salvajes, y mucho más para un chico que, al madurar, descubre su homosexualidad. Era un contexto inhóspito para este muchacho, atacado en la escuela y al que le gustaba vestirse de mujer. Y así, con la ayuda inconsciente de su madre, una fanática devota del cine, desarrolló la capacidad de vivir lo menos posible en la realidad y dedicar la mayor parte de su tiempo, energía e imaginación al mundo del cine.

Hasta qué grado Puig se sentía cómodo en el universo de ficción de las imágenes de celuloide queda demostrado en esta maravillosa anécdota: es medianoche en Nueva York en 1978. El cameraman español Néstor Almendros, un amigo íntimo, acaba de llegar de París y Puig lo obliga a ir a su departamento para hablar de películas, aunque Almendros ya está cómodamente instalado para pasar la noche en la habitación de su hotel. Almendros acepta y la conversación se prolonga durante horas. A eso de las 2 de la mañana, un Puig apasionado pronuncia elogios de Lana Turner, a quien llama una "mujer sensible" que intentaba hacer su trabajo. Almendros responde que, para él, es "una mala actriz, una prostituta" y dice que la desprecia. Puig abre la puerta y lo echa a empujones: "Una persona que odia a Lana no puede permanecer bajo mi techo. Eres como todas las otras mujeres francesas, desagradable y amarga". Con sus maletas bajo el brazo, Almendros tiene que irse y encontrar un taxi en las frías calles del Greenwich Village.
Mario Vargas Llosa
 TOMAS ELOY MARTINEZ

 Manuel Puig
LA MUERTE NO ES UN ADIÓS


   Este cálido y al mismo tiempo descarnado testimonio sobre el autor de La traición de Rita Hayworth, sobre sus amores, la pasión que alimentaba por las estrellas de cine y el mundo de ensueño de Hollywood, echa una cruda luz sobre algunos de los aspectos que inspiraron sus libros.



   "Creen que soy un best-seller pasajero, no un escritor. Lo mismo pasó con Roberto Arlt hace treinta años" Un atardecer de junio, en 1991, volví a ver a la madre de Manuel Puig en el mismo living modesto de la calle Charcas donde la había conocido veinte años antes.Había un invencible anhelo de orden en los objetos que la rodeaban. Cierta ley de la gravedad dictada por el tiempo, o por la voluntad del hijo muerto, dejaba caer los objetos en un lugar preciso, y ese lugar era para siempre.
   "Vení a saludar a Coco", me dijo, resucitando el apodo familiar que Manuel detestaba. "Tenés que verlo. Está precioso".
   María Elena delle Donne -ése era su nombre, aunque le gustaba que los amigos de Manuel la llamáramos Male- me llevó a la salita que su hijo había usado como estudio en los años de
 Boquitas pintadas y The Buenos Aires Affair. En el rincón menos hospitalario languidecía, inútil, la Olivetti Lettera en la que Puig había escrito sus tres primeras novelas. En los estantes metálicos de la biblioteca vi algunas traducciones de Pubis angelical, una biografía de Greta Garbo y los libretos radioteatrales, encuadernados, de Yaya Suárez Corvo, que conocieron una efímera fama en los años 40 y por los que Manuel había profesado siempre una veneración secreta. Las paredes estaban adornadas con abanicos japoneses y una espada de samurai. El editor de Tokio se los había regalado a Male en marzo de 1990, y ahora ella no quería desprenderse de los recuerdos. "No podés imaginar lo feliz que Coco estuvo en Japón", me dijo. "A todas las personas les gusta que las quieran, pero él era más sensible que nadie a esas cosas."
   A la izquierda de la biblioteca, entre dos budas de porcelana dudosa, vi el cáliz de metal bruñido en el que Male había llevado desde México las cenizas de Manuel. Contra lo que yo esperaba, no había ninguna inscripción que indicara el principio y el fin de la historia. Nada que dijera, en el estilo paródico del difunto: Hijo, descansa en paz o Manuel Puig (General Villegas, 1932 - Cuernavaca, 1990). Sobre el cáliz desentonaba un crucifijo de bazar.
   "Decíle a Coco lo que estás pensado", me alentó Male. "No tengas vergüenza. Decíle que lo encontrás más lindo que nunca".
   Yo no sentía vergüenza ni sorpresa ni tan siquiera pena. Manuel Puig había muerto de una dolencia incomprensible un año antes, en México y, después del desconcierto de la noticia, ya la tristeza se había disipado. En verdad, yo no sabía qué hacer ante aquellas cenizas. Puig no estaba en ellas y tampoco quedaba nada de él en ese cuarto: nada, ni lo que había deseado o imaginado, y menos aún lo que había sido.
   La primera vez que oí hablar de Manuel Puig fue en el otoño argentino de 1967, cuando el editor catalán Carlos Barral me llamó por teléfono al semanario
 Primera Plana -del que yo era entonces jefe de redacción- para contarme que un "prodigioso escritor argentino" había perdido por un margen de dos votos el premio de novela Biblioteca Breve. "Tu corresponsal en Nueva York debe entrevistarlo", me dijo. "Lo encontrarán en las oficinas de Air France del aeropuerto Kennedy. Se llama Juan Puig y está allí, en la recepción, a la espera de que aparezca una estrella de cine".
   Primera Plana
 no tenía corresponsales en Nueva York, pero uno de los redactores del semanario debía de todos modos pasar por las oficinas de Air France en Kennedy durante una escala a Europa. Una semana después envió lo que el semanario titularía "Retrato del novelista desconocido".
   Puig era -escribió- un joven de estatura mediana, que se desplazaba por los pasillos del aeropuerto en cámara lenta. Había nacido a mediados de 1932 en General Villegas, una ciudad desértica de la provincia de Buenos Aires, y se había mudado a Buenos Aires en 1949 para estudiar arquitectura.
   La arquitectura, sin embargo, era sólo un desvío para llegar a su pasión verdadera, el cine.
   A fines de 1960 trabajó en algunas coproducciones más bien atroces. La mejor, que se llamó Una americana en Buenos Aires, avergonzó tanto a su desvergonzada protagonista -Mamie Van Doren- que ella jamás quiso incluirla en su filmografía. Puig, en cambio, logró sacar ventaja de esas desdichas. Durante todas las noches de 1961 y 1962 escribió, casi en secreto, un guión sobre la inagotable voracidad de una familia por el cine. General Villegas se le fue transfigurando en una ciudad imaginaria, Coronel Vallejos, y él mismo, Juan Manuel, asumió la identidad de Toto, un niño que nunca crece y por el cual pasan, desbordadas, las habladurías del pueblo. Casi por inercia, el guión fue derivando en una novela,
 La traición de Rita Hayworth. A fines de marzo de 1965, cuando sintió que ya estaba terminada, se la dio a Juan Goytisolo. Fue él quien alentó la idea de enviar el manuscirto al concurso de Sex Barral.
   Seis meses después de aquella entrevista, Puig pudo instalarse por fin en Buenos Aires. Llegó desprendiéndose de su primer nombre, Juan. Todos los sábados, en mi casa de la calle Rodríguez Peña, nos reuníamos para leer los borradores del folletín que estaba escribiendo (y que debía llamarse Eras para mí la vida entera, según he descubierto en una de sus dedicatorias). Después, salíamos a caminar por Santa Fe o por Corrientes, sintiéndonos extraños en una ciudad a la que ninguno de los dos pertenecía. Aunque Manuel era receloso, reservado y más bien distante, apenas advirtió que yo no iba a condenar su homosexualidad sino más bien a protegerlo de otras condenas, me confió su desesperado amor por un obrero que colocaba tuberías de gas.
   "Soy una mujer que sufre mucho", me dijo. "Si pudiera, cambiaría todo lo que voy a escribir en la vida por la felicidad de esperar a mi hombre en el zaguán de la casa, con los rulos hechos, bien maquillada y con la comida lista. Mi sueño es un amor puro, pero ya ves, estoy condenada a los amores impuros."
   Aunque era evidente que sufría, habló sin el menor asomo de autocompasión, como si el dolor fuera de otro. "Yo tendría que haber nacido mujer, ¿no te parece?", dijo, suspirando. Dejaba caer los suspiros como si los hubiera ensayado delante de un espejo. Eran su afectación pero también un último recurso de su pudor. Reflejaban en su vida lo mismo que las líneas suspensivas expresan en los diálogos de sus novelas: melancolías, signos de interrogación, tiempos perdidos. "Tal vez", repitió, "yo debería nacer de nuevo, en otra parte.."
   Un mediodía de noviembre, mientras caminábamos por la avenida Santa Fe hacia la esquina de Salguero, vi que su cuerpo se crispaba sin razón aparente. Manuel era todavía joven, y su belleza provinciana, algo tosca, llamaba la atención. Cultivaba con esmero un parecido remoto con Tyrone Power, copiando los mohines de torero que le había visto al actor en Sangre y arena. Se dejaba caer un mechón de pelo oscuro sobre la frente y caminaba con pasos largos y atléticos.
   Cerca de la esquina de Salguero se alzaban dos carpas de lona oscura. Sobre unos flejes, en la vereda, vi achuras y costillares asándose. Manuel me tomó una mano, como si yo pudiera ampararlo. "Ahí está él. Ahí está su cuadrilla", señaló con voz sigilosa. "Es la hora de comer pero él no sale. Se queda siempre en la fosa, trabajando". Temblaba como un adolescente. "Acá nos separamos", me dijo. "A él no le gusta que lo molesten pero yo no me aguanto. Voy a bajar a buscarlo".
   Lo vi apartar las lonas de la carpa y desaparecer. No dio señales de vida hasta tres días más tarde. Estaba de un humor sombrío y, cuando cometí la torpeza de preguntarle por su aventura con el obrero de gas, me contestó con sequedad:"Historia pasada".
   Escribía con una disciplina de hierro, a veces un par de horas por la mañana y cuatro a cinco por la tarde. Cuando estaba trabajando en los últimos capítulos de su folletín, se quedaba hasta las ocho o nueve de la noche y luego se iba a nadar. Un profesor de natación lo consoló de su fracaso con el último amante, pero cada vez que pasábamos ante una de esas carpas oscuras donde se guarecían las cuadrillas de la electricidad, del gas o de los teléfonos, no podía reprimir la tristeza.
   Fue en esas vísperas del fin de su novela -a la que por fin decidió llamar Boquitas pintadas- cuando me presentó a Male, su madre, y empezó a contarme algunas historias de su infancia. El padre, Baldomero Puig, era un fraccionador de vinos; Male trabajaba en una farmacia. La pasión de ella era ir todos los miércoles al cine, a la doble función vermut donde pasaban las películas románticas de Bette Davis, Norma Shearer, Greer Garson, Ann Sothern e Irene Dunne.
   Manuel la acompañaba siempre, pero cada vez que los compañeros lo golpeaban en la escuela o se burlaban de él, el padre -para endurecerlo- le prohibía esos placeres por una semana o un mes.
   En 1973, cuando publicó
 The Buenos Aires Affair y le llovían las ofertas para traducirlo, empezó a sentir que la Argentina no le hacía justicia. Había llegado más lejos que cualquier otro escritor de su generación, pero se lo trataba como a uno cualquiera. No quería aceptar que el país siempre había sido así, y que seguiría siéndolo. Cuando recuerdo los encuentros de aquellos años me parece volver a oír su inagotable amargura. Suponía que los críticos argentinos -tanto en los medios de prensa como en la universidad- consideraban su obra como un artificio menor, destinado a no perdurar sino a ser consumido y olvidado por el mercado. "Creen que soy un best-seller pasajero, no un escritor", me dijo. "Lo mismo pasó con Roberto Arlt hace treinta años, y los que le cavaron la tumba son los mismos que ahora lo ensalzan."
   Volví a verlo fugazmente en los pasillos del diario
 La Opinión -cuando la reseña sobre The Buenos Aires Affair tardaba demasiado en salir, lo que a él le parecía otro signo de la mala voluntad hacia su obra- y años después con más frecuencia, en Venezuela y en Nueva York. Fuera de Buenos Aires volvió a ser el de antes. Una noche, en un hotel de Cumaná -lo habían invitado a dictar un taller literario de dos meses en la Universidad de Oriente-, le referí con exagerada simplicidad las ideas sobre la creación del mundo que el cabalista Yitshac Luria había imaginado en Safed -una aldea mística de Galilea- entre 1566 y 1572, cuando tenía poco más de treinta años. Luria se había preguntado cómo era posible que Dios pudiera existir en todas partes. Si Dios era Todo en todo, ¿cómo se explicaba la presencia de seres y objetos que no eran Dios? La respuesta de Luria era que Dios, hospitalario, se había contraído a sí mismo para abrirle un sitio al mundo. Luria pensaba -le dije- que el En-sof, el Ser Infinito, se había replegado hacia lo más recóndito de sí para que la creación fuera posible. Se había retraído en un movimiento semejante al del aspirar el aire y al final de los tiempos volvería a exhalarlo, recuperaría su ser original.
   Nunca sentí a Manuel tan hipnotizado por una idea como esa noche. Me pidió que le diera más detalles. Yo los había olvidado. Lo único que mi memoria lograba recuperar era la palabra hebrea tsimtsum, que en el lenguaje de la Cábala significa "retirada", o más bien, "retraimiento". Contra la más remota ortodoxia, le dije, el tsimtsum de Luria no era el punto infinitamente sagrado donde Dios se había concentrado sino el lugar del que se había ido. El tsimtsum éramos nosotros.
   "¿Cómo se puede ver la creación de esa manera?", me dijo. "Es maravilloso. Ahora entiendo el sentido de las cosas.El fin del mundo va a ser, entonces, la fusión de todos en el Todo. Todos seremos Dios".
   Fue la única vez que le oí una inquietud metafísica. Creía que había otras inteligencias en las galaxias remotas, y a veces creía (o quería creer) en la reencarnación, pero las teologías y el más allá lo dejaban indiferente. Resplandecía, en cambio, cuando contaba sus victorias de amor. Conocí a dos o tres de sus pasiones en el Village de Nueva York -donde volvió a vivir en 1976- y a un ex albañil que lo acompañaba en el hotel Hilton de Caracas. Todos eran, como él decía con falsa modestia de conquistador, "casados y muy varoniles".
   Aunque yo siempre lo llamé Manuel, él se llamaba a sí mismo Rita o Julie -por Julie Christie-, y hablaba de los demás en femenino, dándoles nombres de actrices: Carlos Fuentes era Ava Gardner, Mario Vargas Llosa era Elizabeth Taylor, a mí me tocaba ser Faye Dunaway o Jane Russell, actrices que no le gustaban.
   A sus amores ocasionales los llamaba sin embargo como a los maridos de Rita Hayworth: Orson (por Welles), Alí (por Alí Khan), Dick (por el cantante Dick Haymes) o Jim (por el productor James Hill, que fue el último). Una noche de diciembre, en el vestíbulo del Caracas Hilton, vimos a una mujer muy hermosa que pocos años antes había sido Miss Universo. La belleza trabajada y un tanto boba de la mujer me dejaba frío, pero Manuel quedó seducido. "¡No sabés cuánto daría por ser ella!", me dijo. Sentí una invencible curiosidad y me atreví a preguntarle: "¿Alguna vez hiciste el amor con una mujer, Manuel?¿Alguna vez lo harías?" Me miró y, con toda seriedad, me dijo: "Cuando era chico soñaba con eso. Ahora pienso que, si lo hiciera, sería sólo una vez, por curiosidad, para saber cómo es. Dos veces me parecerían una perversión".
   Sus frases me volvieron a la memoria el aciago 23 de julio de 1990, cuando leí en The New York Times la necrología de Puig, que había muerto la madrugada anterior en Cuernavaca. Definía su obra como una muestra de "realismo experimental, oscuro y elusivo como el de William Faulkner". Creo que esa definición le hubiera gustado.
   El segundo párrafo de la necrología me llamó la atención. Afirmaba que "su hijo (sic), Javier Labrada, dijo que el escritor había muerto de un ataque al corazón después de una operación de vesícula". Las últimas líneas le adjudicaban a Puig un segundo hijo, Agustín García Gil, que -como Labrada- vivía en Cuernavaca. Esas referencias me sorprendieron. ¿Era posible que Manuel hubiera tomado a dos niños en adopción? Llamé por teléfono al autor del artículo, John McQuiston, y le pregunté si sabía algo más sobre el tema. "Nada", me dijo. "La noticia vino en un cable de agencia. Cuando traté de confirmar la información en la empresa fúnebre, me hablaron de dos hijas, Rebecca y Yasmin, pero me pareció que era una broma, una traición final de Rita Hayworth."
   Rebecca y Yasmin se llaman las hijas que Rita tuvo con Orson Welles y Ali Khan.
   Años después fui a México para reconstruir los últimos días de Manuel. Supe que Labrada dirigía la filmoteca del Canal 13 y que García Gil era una figura notoria del teatro mexicano. Ambos se referían a Puig como "mi mami" y él, a su vez, hablaba de los jóvenes que revoloteaban por su casa como de "mis hijas". También oí el rumor de que el SIDA había causado su muerte, pero los amigos más serios negaban que fuera cierto. Conocí mi versión de la historia a través de Male, de Tununa Mercado y de los raros escritoresmexicanos a los que Manuel había frecuentado.
   Me dijeron que la muerte rondó a Manuel durante varios meses sin poder alcanzarlo. El miércoles 18 de julio de 1990, cuando por fin se le clavó en el vientre, estaba sentado en su estudio de Cuernavaca, escribiendo la segunda escena de Madrid 37, el guión que la directora española Marina Cañonero le había pedido "para ayer si puedes, Manolito, que tengo la producción armada y sólo faltas tú para que comencemos". Eran las diez de la mañana.
   Había pasado una noche horrible y no le ocurría nada. Era extraño sentir cómo de pronto la imaginación le rodaba por los suelos sin que pudiera retenerla. Todo lo abandonaba: el entusiasmo de la juventud, las voces que siempre acudían a él en el silencio de las mañanas y que se desplegaban solas por el papel. "Estoy empezando a dudar de mí, mamá", le dijo a Male. "Ya no recuerdo cuál fue la última vez que sentí fuerzas para crear y amar, ni siquiera recuerdo la mala sangre de los últimos meses en Buenos Aires".
   Eso era lo terrible de aquella enfermedad desconocida: que le quitaba todo, hasta el pasado.
   A las diez y dos minutos dela mañana escribió: El general más bien bajo con el birrete puesto de costado (se le nota que es calvo) estudia la situación ante la mesa de arena. Banderitas azules para sus tropas y rojas para los enemigos... Cuando llegó a esos puntos suspensivos le regresó el dolor, con más intensidad que durante la noche. Palideció y dejó caer la cabeza sobre la máquina. Al rato, Male volvió de la pileta -o la alberca, como la llamaban en México- y lo encontró así, apretándose el vientre con las manos, hundidas las ojeras, apagado como una raya en el horizonte. "¿Te ha pasado algo, Coco? ¿Querés un té? Descansá un poco, hijo. Andá al espejo y mirá lo demacrado que te has puesto. El me miró con unos ojos tan desamparados que sentí frío en el alma, ¿sabés?, me di cuenta en el fondo del corazón de que algo malo estaba pasando. Con un hilo de voz me pidió que lo llevase al médico. A ver, le dije, ¿qué te duele? Aquí al costado, me contestó: es como si me cayeran gotas de plomo derretido."
   Esa tarde, a las tres, lo llevaron al quirófano. Salió a las siete y media: se le habían afilado los rasgos,la piel estaba tensa en los pómulos y la frente, como si las ráfagas de la muerte lo hubiesen marcado ya y no le permitieran despertarse.
   Tardó más de dos días en salir del coma, pero el Manuel que balbuceó unas pocas palabras al oído de Male no se parecía al de antes. Eran sílabas más bien, torpezas sin sentido. Nadie supo jamás qué había ocurrido. Los médicos de Cuernavaca no dieron explicaciones. Insinuaron que algo pasaba con el corazón; que al extirparle la vesícula hubo un momento en que Manuel se les iba.
   Manuel murió el domingo 22 al amanecer. Se fue apagando en silencio, sin molestar a nadie. No lo vieron marcharse las enfermeras ni el médico. El timbre junto a la cama estuvo mudo toda la noche y hasta la fiebre de los días últimos se le había evaporado. Acababa de cumplir 58 años.
Por Tomás Eloy Martínez
Para
 La Nación - Buenos Aires, 1997



Puig/ The Buenos Aires Affair

Puig/ The Buenos Aires Affair

Capítulo para leer

Para leer sobre Puig


Manuel Puig

Biografía y artículos,